No hay parque de atracciones que se precie que no tenga entre sus instalaciones una sala o túnel de espejos. En ella, el visitante ve cómo a medida que se asoma a cada uno de los cristales su imagen se distorsiona, rayando a veces en lo histriónico, casi en lo hilarante. Desgraciadamente, desde algunas tribunas se está sometiendo a las administraciones públicas a esta misma operación, en la que se deforma su realidad sin importar las falsedades que arrastra y el grave daño que están generando estas frivolidades.
Como vicepresidente del Comité Intercomarcal de Zaragoza del Partido Aragonés, tuve la oportunidad, el pasado sábado, de compartir opiniones con numerosos alcaldes de municipios zaragozanos. Todos ellos se sienten en el punto de mira de una reforma que amenaza con hacer desaparecer muchos municipios para, supuestamente, ahorrar gastos. Ninguno de ellos cobra sueldo alguno, todos dedican el escaso tiempo libre que sus actividades les dejan a sus vecinos, en detrimento de la familia y de su propio descanso. Sin embargo, les invitan a renunciar a la identidad de su municipio en base a un ahorro ficticio que, como en el espejo, ofrece tan sólo una imagen deforme de esta realidad.
También hay quienes han preferido someter a los espejos a la administración autonómica, e intentan vender otro “adelgazamiento del gasto”. Lo malo es que, cuando se despeja la hojarasca, los ciudadanos tienen que seguir recibiendo sus servicios básicos, aunque ahora desplazando esta gestión hacia el Estado Central. Habremos ralentizado la toma de decisiones y, ante los problemas, como a mediados de los sesenta, habrá que esperar a ver qué dice Madrid. Ahorro, escaso, y encima menos calidad.
Estamos ante un problema de eficiencia, no ante un simple dilema de tamaños. Se trata de reforzar lo que funciona y eliminar lo verdaderamente superfluo. El planteamiento de “engorde” del gobierno central no supondrá más que un trasvase de competencias, es decir: lo que disminuya la administración autonómica, lo habrá de asumir una administración central mediante el trasvase de los recursos.
Y lo mismo ocurre con respecto a las diputaciones provinciales, las comarcas y los municipios. Parecerá que algo se ha hecho, pero no dejará de ser una nueva visita por el túnel de los espejos. Nuestro estatuto acoge a las tres, cada una con una misión distinta: las primeras para dar asesoramiento y soporte técnico a municipios y las comarcas; las segundas asumen la coordinación y prestación de servicios a los pequeños municipios, intentando aproximar la calidad de vida del mundo rural al urbano. Y los municipios son la conexión más básica y elemental del ciudadano con las administraciones y, por tanto, con el Estado.
Podremos discutir la distribución de competencias, el número de cargos, podremos cuestionar su forma de elección, la distribución de las circunscripciones o incluso su denominación. Pero las necesidades serán las mismas y la obligación de satisfacerlas seguirá existiendo.
Mientras, algunos se pasean con su “reforma”, llevándola de un espejo a otro, e intentando que ese juego de prestidigitación le arrime votos o simplemente poder. Pero esta receta no soluciona los problemas, apenas ahorra gastos y, lo más importante de todo, supone una gravísima e irrecuperable pérdida de identidad para millones de ciudadanos.
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